En el rincón más polvoriento de la Ampliación San Juan, una pequeña comunidad en la periferia de la ciudad, Silvia Flores, una madre soltera de 39 años, ve cómo sus sueños de un futuro mejor se desmoronan bajo el peso de la realidad. Proveniente de El Mezquital con la esperanza de ofrecer a sus dos hijos una vida digna, Silvia se encuentra atrapada en una lucha constante por la supervivencia.
Cada día, antes de que el sol despierte, Silvia inicia su jornada limpiando casas en barrios cercanos, solo para terminarla en la noche, recolectando latas en las calles. El dinero que gana es un hilo delgado que apenas cubre lo esencial: comida, ropa y un techo precario para sus pequeños, un niño de ocho años y una niña de seis. Para ella, el regreso a clases no es una celebración, sino una carga más; los útiles escolares se convierten en un lujo inalcanzable.
La vivienda de Silvia, un espacio deteriorado y humilde, absorbe gran parte de sus ingresos, mientras que su preocupación por su padre enfermo añade un peso emocional insoportable. Los medicamentos que él necesita son costosos y, sin los recursos para visitarlo, Silvia se siente atrapada entre la desesperanza y el deseo de cuidar a su progenitor.
Silvia es un reflejo de muchas familias en la Ampliación San Juan, donde el sueño de una vida mejor a menudo se convierte en una cruel ironía. La realidad es un recordatorio constante de la distancia entre las expectativas y la realidad. Sin embargo, a pesar de las adversidades, Silvia mantiene viva la llama de la esperanza, una chispa que no solo enciende su lucha diaria, sino que también debería despertar la conciencia de una sociedad que no puede ignorar el sufrimiento de quienes están en el umbral de la pobreza.
Mientras Silvia sigue buscando una solución para sus problemas, su historia se convierte en un llamado urgente a la acción, recordándonos que la lucha de una madre por sus hijos no debería ser una batalla solitaria. Su esperanza de un futuro mejor es una promesa que la sociedad debe cumplir.