En Playa Boca Chica, el desastre es palpable. Lo que alguna vez fue una tranquila comunidad turística a orilla del Pacífico, hoy yace devastada, sin vida, sepultada bajo los escombros de lo que fueron hogares y negocios. El huracán John arrasó con todo a su paso, dejando en su estela un escenario de desolación y abandono.
El agua imparable de la desembocadura de la laguna no tuvo piedad: viviendas enteras fueron arrancadas de sus cimientos, enramadas arrasadas, y las pocas pertenencias que tenían los residentes fueron tragadas por la furia del mar. El viento, las lluvias torrenciales y las corrientes furiosas transformaron este paraíso en un infierno. Ahora, los habitantes se encuentran al borde del colapso, sin comida, sin ropa y sin esperanzas.
A días del desastre, nadie ha venido a ayudarles. Ni el gobierno federal, ni el estatal, ni el municipal han hecho acto de presencia. Los sobrevivientes sienten que han sido olvidados, como si su existencia no importara. El silencio oficial resuena más fuerte que el viento que destruyó sus vidas. Vecinos de Tetitlán, con sus propias manos y en lanchas improvisadas, llegaron a la comunidad para rescatar a las familias atrapadas por las inundaciones; con muy pocos recursos, evacuaron a quienes pudieron antes de que el agua se llevara todo a su paso.
La situación es crítica. No hay luz, no hay agua potable, no hay comida, y los afectados apenas sobreviven con lo poco que les queda. Las familias están hacinadas en los restos de sus hogares, muchas de ellas sin saber qué hacer o cómo enfrentar un futuro incierto. En medio de esta devastación, hay un clamor que se eleva por encima del caos.